Por Francisco Díaz de Azevedo
No me hablen del Carolina Costagrande. No me hablen de ese torneo que arrastra multitudes, que despierta pasiones y que enarbola sentimientos incomprensibles.
No me hablen del Carolina Costagrande. De esa marea humana de gente que invade la ciudad, que le pone calor a las canchas y color a las calles. Que tiñe de culturas a los rincones de esta población, con palabras sueltas en otros idiomas, guiños transandinos y risas orientales.
No me hablen ni nos hablen del Carolina Costagrande. Ese evento que supera lo imaginado en una ciudad que se hace grande y alberga 3500 almas en cuatro días, sólo para que los niños sonrían golpeando una bola que vuela por los aires.
No me hablen del Carolina Costagrande. Porque esa sensación es incomprensible. Cientos de papás que se juntan para atender un kiosco, hacer salsa, estrenarse como mozos, barrer una cancha, asar un choripán y darle una cama a una niña que viene desde La Pampa o Neuquén.
No nos hablen del Carolina Costagrande, cuando veo un puñado de empleados de Trebolense que cumplen su trabajo a la perfección, pero no porque cobran, sino porque aman lo que hacen y sienten el torneo como propio.
No me hablen del Carolina Costagrande, que cuando leo en las redes a un amigo de Uruguay al salir de su casa posteando “Nos vamos al torneo más grande de Sudamérica”, se me caen las medias y se me infla el pecho de emoción.
Es que este torneo no para más. Ahora, hoy, tenemos miles de almas en América latina que esperan a octubre de 2020 para volver, o para venir por primera vez porque en esta oportunidad el mango no les alcanzó. Y en Córdoba, Corrientes, Chaco, Mendoza o Entre Ríos ya fríen pastelitos y venden empanadas para poder dentro de un año estar en Trebolense.
No me hablen del Carolina Costagrande. No a mí ni a ninguno de los que ponemos un granito de arena chiquitito para construir semejante pasión llamada vóley.
Hay una ciudad que colma sus instalaciones, sus hoteles, sus almacenes, sus farmacias, sus negocios y sus bares. Hay una ciudad que sonríe cuando llegan las delegaciones de Chile, de Uruguay y de Brasil. Y no sólo porque fluya la moneda que tanto falta, sino porque somos hospitalarios con el corazón.
No me hablen del Carolina Costagrande. Cuando veo a cientos de padres y familias unidas en una tribuna alentando a un equipo, aplaudiendo un punto o consolando a una niña que no obtuvo la victoria que deseaba.
No me hablen del Carolina Costagrande, no nos hablen de él, cuando veo a la mismísima Caro pasearse entre la multitud, sacándose fotos con las pibas, firmando una camiseta, conversando con un entrenador o entregando una copa. Es tan real y tan posible sólo porque querer es poder.
Porque si uno dice que en tres días se jugarán 700 partidos, se albergarán 3500 chicos, se disputarán tres copas, se les dará de comer a miles de chicos por día, entre desayunos, almuerzos y cenas sólo para que se respire vóley, entonces no me hablen del carolina Costagrande.
No me hablen y no nos hablen, porque nosotros somos parte de esto, lo amamos, lo cuidamos, lo acunamos y ya pensamos en mañana para hacerlo más y más grande. Por eso, no nos hablen del Carolina Costagrande, porque de él, ya escuchamos todo, seguimos aprendiendo y vamos por más.