Un enviado recorrió las calles de Puerto Príncipe, donde la gente lleva a los enfermos en carretilla. Ya hay más de 1.300 muertos por la epidemia.

Haití, un país arrasado que intenta sobrevivir a la maldición del cólera – El domingo se elige presidente y parlamentarios, un comicio postergado por el sismo de enero. El hombre baja por la avenida Delmás llevando un cuerpo inmóvil en una carretilla. Con los talones trata de ponerle freno a ese carro que fue verde alguna vez y que ahora es óxido y tierra, que se bambolea hacia los costados por el peso muerto de una mujer que apenas tiene los ojos abiertos y todos los síntomas del cólera : los labios resecos, gotas de sudor en la frente, una inconsciencia profunda, manchas de vómito en su vestido. El hombre debe ir hacia algún hospital de Puerto Príncipe y es posible que al atardecer regrese a su barriada pobre con un certificado de defunción en la mano, ya sin el peso de la carretilla.

Desde el 19 de octubre, cuando se detectó el primer caso de cólera en Haití, ya son 1.334 muertos (77 en Puerto Príncipe), los internados suman 23.377, y hay 60.000 contagios, según la información oficial de ayer. Pero fuentes diplomáticas dijeron a Clarín que las autoridades subestiman el número de víctimas, que en realidad podrían ser un 10 por ciento más.

El terremoto del 12 de enero dejó devastada a esta capital de poco más de 3 millones de habitantes: como si varios gigantes se hubieran dedicado a patear o a pisotear todo lo que encontraban a su paso. Y así sigue hoy, 10 meses después, y así seguirá vaya a saber uno hasta cuándo, en un país que nunca termina de levantarse, pero tampoco de hundirse . Puerto Príncipe es una ciudad que de tanto escombro arrumbado en las calles flota un polvo blanco, amarronado.

Este pequeño país del Caribe con casi 10 millones de habitantes, que fue el primero en abolir la esclavitud en 1794 y el primero de esta parte del mundo en declararse independiente de la colonia francesa en 1804, es hoy más dependiente que nunca de la ayuda internacional. «Este es el ‘país ONG’», le dijo a Clarín , con ironía, un conserje de un hotel.

Los miles de millones de dólares volcados por la comunidad internacional tras la caída de Jean Bertrand Aristide en 2004 quedaron bajo los escombros y ahora, que el cólera se extiende como una mancha de aceite incontrolable, el grito por más dinero se hace sentir con fuerza. «Hemos recibido hasta ahora menos del 10% de lo que necesitamos», dijo hace unos días el coordinador humanitario de la ONU en Haití, Nigel Fischer. El organismo pidió una ayuda de 164 millones de dólares. «Necesitamos en forma urgente material esencial, médicos, enfermeras, sistemas de purificación de agua, pastillas de cloro, jabón, sales de rehidratación orales y carpas para los centros de tratamiento del cólera», enumeró Fischer.

Unas cuadras más abajo de la avenida Delmás, hacia el puerto, en donde esta capital huele a inmundicia y el terremoto se tragó a la mayoría de los 300.000 muertos y en donde aún hoy hay 1,3 millones de refugiados en campamentos, desperdigados por toda la ciudad, Jean Marc está enojado, como un haitiano cuando se enoja: grita, gesticula, se toma la cabeza, los ojos rojos de ira.

Sobrevivió al temblor de enero y hasta ahora al cólera, pero dos familiares suyos cayeron bajo las garras del Vibrio Cholerae, una bacteria que puede matar en horas, en un país plagado de desnutridos, sidóticos, analfabetos y desinformados, donde la esperanza de vida apenas supera los 50 años.

«Fueron ellos. De ellos es la culpa», vocifera Jean Marc. «Ellos» son, para Jean Marc, las fuerzas de paz de las Naciones Unidas para Haití (Minustah), que desde julio de 2004, tras la caída del ex «cura de los pobres», tratan de mantener el orden en este país sin ejército y con una policía poco preparada.

Puede que hayan sido «ellos», pero ese arroyo color gris que baja de los cerros –y que va a morir al mar, que alguna vez fue turquesa– inundado de mugre de varios años, de cerdos negros y gallinas, de chivos y perros que se comen lo que encuentran al lado de unos chicos que se bañan desnudos bajo el sol de la tarde, parece el vehículo ideal para que el cólera haga estragos en este país.

Eso no le importa a Jean Marc, tan acostumbrado a la miseria. En pocos días, lo que hasta ahora fue un contingente multinacional enviado para pacificar el país, con 12.000 efectivos en la actualidad, entre ellos de la Argentina, se han convertido en un símbolo de todos los males que vive Haití. Todo el país, sin excepción, señala a los cascos azules de Nepal como los culpables de haber importado una epidemia que no llegaba por estos lados desde hace más de un siglo.

De poco ha servido el discurso por radio y televisión del presidente, René Preval: «Estos sectores violentos quieren sembrar la discordia entre gobierno, Minustah y población. Estamos ante un intento de desestabilización», explicó. Preval se refería así al tenso clima político que se vive en el país de cara a la primera vuelta de las elecciones presidenciales que se celebrarán el domingo. Naciones Unidas sostiene que no hay pruebas contra sus soldados, pese a que el brote es similar al detectado en el sur de Asia. Los análisis realizados a sus soldados no han encontrado ninguna prueba que lo verifique.

Pero son tales la críticas que hasta una senadora, Edmonde Suplice Beauzile, lanzó hace 10 días una dura acusación: «Está claro que el contingente nepalés de la ONU dejó sus materias fecales cerca del río Melle, un afluente del río Artibonite a su paso por Mirebalais», una población a un par de horas de esta capital, en el departamento en el que se disparó el cólera.

Tal es el grado de desinformación sobre la enfermedad que muchos haitianos no llevan a sus familiares a los hospitales ante los primeros síntomas por temor a contagiarse. Y creen que los médicos pueden ser portadores de la enfermedad.

«Muchos ni siquiera van a los entierros por temor al contagio» , dijo a Clarín el empleado de un supermercado.

El cruce del semáforo en las avenidas Delmás 17 y Martín Luther King es un hervidero de gente. Hacia un lado, la avenida lleva al aeropuerto. Hacia el otro, se mete por Cite Soleil, esa barriada derrumbada aún antes del terremoto, con tantos habitantes como los que se devoró la tierra en enero.

Esa esquina es un gran mercado a cielo abierto, con puestos de todo tipo, que venden desde artículos de limpieza y cubiertas para autos, hasta celulares, bolsos, ropa usada, zapatillas, botas, mochilas para el colegio, herramientas, bombachas y corpiños multicolores. Y comida, mucha comida que se cocina al carbón y se hierve en aguas tan grises como las de aquel arroyo.

Si el cólera no ha dejado aún más muertos en esta capital, debe ser un milagro de Obatala, el Dios del Bien para el vuduísmo, la religión mayoritaria en este país.

En este contexto, no es casual que sean pocos los que se interesen por las elecciones del domingo, en donde además de elegir al sucesor de Preval, 4,5 millones de haitianos deberán escoger a 11 de los 30 miembros del Senado y a los 99 diputados, en unos comicios que debieron realizarse el 7 de febrero pasado. Pese a los carteles en las calles, los camiones que recorren las avenidas con canciones de los candidatos y los pequeños grupos que danzan y cantan con banderas en alguna esquina, los haitianos están más ocupados en sobrevivir que en votar.

«¿Votar? ¿Para qué? Si todo será igual», dice Jean Marc, que poco sabe que 2 de los 19 candidatos a presidente ya no se presentarán y que cuatro de ellos, con pocas posibilidades, exigieron que se vuelvan a postergar los comicios.

Antonio tampoco cree en las elecciones y menos en Preval. Piensa que si pudiera, el presidente suspendería las elecciones para perpetuarse en el poder. «Si hace eso, este país arderá», dice con una sonrisa, sentado frente a la iglesia de Saint Pierre, en el acomodado barrio de Petionville, hoy también tapizado de carpas con refugiados, en una plaza que hasta antes del temblor se parecía a una coqueta galería de arte al aire libre, con cuadros y artesanías.